Se encontraron
en la noche de imprevisto. Para él había pasado mucho tiempo desde su último
encuentro y se lo dijo. Ella pensó que valorar cantidades era inútil, más tratándose
de algo tan relativo como tiempo.
Lo miró, no le hablaba. Se reía sin
entender qué la había llevado a buscar chocolate una vez terminado el vino. Era
julio, un martes. Faltaban unos minutos para que empezara el miércoles. Tenía
las manos frías. Pateaba como niña ofuscada y se reía pensando como había
perdido los guantes. Como los puso en el canasto de la bici cuando salía del
trabajo y como, mientras andaba, un pozo se cruzó en el camino. Derrapó. Cuando
se levantó, sin terminar de entender lo que sucedía, se fijó que nadie hubiera
visto su bochornosa caída, miró sus manos y rodillas raspadas, subió a la bici
y siguió como si nada. Pero ahora necesitaba los guantes. Guantes y un
chocolate que calmara el frío. Los pelos se le iban a la cara, el chocolate era
la excusa para caminar. Para que el viento le volara los pelos, para calmar las
ansias provocadas por el exceso de vino. Lo que menos esperaba era encontrarlo.
Cristóbal.
Lo vio hermoso, más que de costumbre. Se
abrazaron. El abrazo duró más de veinte segundos. Pensó en besarlo, pero sintió
que era una falta de respeto cortar ese momento. Cuando separaron los cuerpos
él le dio la mano (notó que estaba lastimada) y le preguntó cómo estaba. Sin
poder controlar la sonrisa, contestó y siguió la formalidad repreguntando.
Pensó que era muy probable que sus labios o dientes estuvieran manchados con
vino. Entonces enseguida contó que había estado leyendo y bebiendo tinto malbec.
Que no se podía dormir, que se preparó un té y no lo tomó porque le agarraron
ganas de viento y chocolate. Él la miraba. Miraba los pelos que iban y venían
con el viento. Entonces le dijo: "Hace mucho no te veía, estás linda. Los
labios violetas siempre te sentaron bien".
¿Cómo explicarle que para ella no había
pasado tanto tiempo? Que lo tenía presente a cada rato. Que había acomodado los
muebles como él alguna vez le había sugerido. Que mientras andaba en la calle
imaginaba encontrarlo en alguna esquina. Que sentía que su vida había dejado de
pertenecerle y que todo había pasado a ser parte de él. Que no podía escuchar a
George Harrison sin recordarlo, que si alguien hablaba de Borges ella pensaba
en el libro de su mesa de luz y que, inevitablemente, cada vez que prendía la
chimenea recordaba cuanto les gustaba quedarse dormidos en el sillón mirándola.
¿Cómo explicarle que eso a veces era motivo de bronca y llanto? Y es que
Harrison y Borges supieron ser tan suyos antes que él apareciera. Es que
dormirse en el sillón mirando la chimenea era algo que había hecho desde muy
niña. Ahora, el último tiempo todo había pasado a ser parte de la vida con
Cristóbal. Y él había decidido alejarse. No porque no la quisiera, sino porque
no soportaba querer a alguien más que a sí mismo.
Se sentaron en la vereda. Se pusieron
al día sobre sus vidas. Hablaron de las caídas en bicicleta. Comieron el
chocolate. Entonces, cuando se dieron cuenta que era ridículo estar tomando
frío. Cuando se dieron cuenta que ya era miércoles y que al otro día
madrugaban. Cuando se miraron sonrientes, Cristóbal volvió a tomar la mano lastimada. La
acarició y le dijo "¿vamos a tu casa?"
Ella lo miró, no había dejado de
mirarlo ni un instante. Pensó en Harrison y Borges. Recordó el té sobre la mesa
de la chimenea. Té de té, sin azúcar que ya debería estar frío. Guardó la barra de chocolate que quedaba en
el bolsillo del abrigo. "Mañana trabajo", contestó. Le besó la frente
y se fue cantando bajito " I feel it now. I hope you feel it do..."