Dejar, como vos decís, ensoñaciones es en algún punto convertirse en el fantasma que va a habitar esos lugares. Uno cree cuando arrulla a un niño muy niño (que no va a recordar ni el canto, ni a la persona, ni su llanto, ni el motivo) que algo de eso queda en el niño. Supongo que lo que pasa es que los niños dormidos despiertan una ternura muy grande, gigante, y uno cree que el pequeño se conmueve como uno y que, entonces, el canto lo modifica. Pero el modificado es quien canta y mira dormir. Con los lugares pasa algo parecido, uno cree que las paredes absorben lo vivido. Que los objetos en general lo hacen, como si fueran permeables y/o sensitivos. Pasa entonces, cuando uno abandona (o simplemente deja un lugar) que cree haber modificado ese espacio tanto como el espacio modificó a uno. Uno, cuando digo uno hablo de mi, pero vista desde afuera, está convencido de que queda en el lugar habitado el fantasma de lo que supo ser en él.
Por otro lado el traslado de las cosas y el de uno mismo genera cierta conciencia del ser. De lo que era cuando se entró, lo que fue mientras permaneció y la consecuencia o el devenir de esas dos cosas, de esos dos entes, que se va. Si el futuro es un montón de tiempo y espacio a ocupar, el pasado no es más que otro montón de tiempo y espacio ya ocupado. El presente es el acto de ocupar. Viendo la palabra ocupar, no como una asignación de responsabilidades, sino como el acto (imposible de eludir en vida) de apropiarse de esa medida y, en algún punto, materializarla.
Genera entonces, el acto de mudarse, de dejar un lugar para ocupar otro una retrospectiva de lo que se fue y una re-pregunta de lo que se quiere ser, pasando obligatoriamente por esa especie de limbo en la que se está. Se logran unir un montón de cosas que parecían estar aisladas, como cuando se relee un policial, uno ya sabe quién es el asesino. Uno se encuentra ante la mudanza culpable de la persona que es. ¿Qué me llevó a esta idea?

“Para mi hijita María Mercedes, de papá que la quiere mucho. Feliz navidad 1999”. Me acuerdo que esa navidad papá y mamá compraron muchos libros y fueron decidiendo a cuál de sus ahijados podía corresponderle cada uno. Escribieron la dedicatoria sentados en la mesa del comedor, como si fuesen autores firmando autógrafos. El de Fernández Moreno quedó último, sin destino. Papá leyó un poema “Setenta balcones y ninguna flor” yo le pedí que me lo regalara. Entonces como los autores sentados en la mesa editorial, sin preguntar mi nombre porque ya lo sabía (tanto que presumió poner mi nombre real y no mi apodo “Bebi”) me escribió esa tierna dedicatoria y me dio el que sería mi primer libro de poesía.

Ahí está la retrospectiva de la mudanza. Yo no sabía que mucho antes de lo que pude percibir, mi tiempo y mi espacio era ocupado (por decisión propia) en la poesía. Tampoco en ese momento planeaba seguir haciéndolo, tanto como lectora como aspirante a poeta quince años después. Y acá estoy y, por más que navidades enteras me regalaron blocks de hojas enormes, lápices y acuarelas, la forma en que decido contar la secuencia de la mudanza es la escritura. Encuentro el cuaderno y pienso que fue estúpido creer en la posibilidad de estudiar historia o artes, y angustiarme por eso, entonces me doy cuenta que esto que traslado ahora no es más que el devenir de un habitar el tiempo y el espacio, del que no me arrepiento y del que puedo agarrarme para decidir como seguir haciéndolo. Me encuentro entonces, en este policial, con el cuchillo ensangrentado en mis manos.
oriniginal para Unoytres 06/2014
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