Parte I
Un año nos fuimos de vacaciones juntas a Jujuy. Como corresponde, en abril. Yo viajaba una semana antes y nos encontramos en Maimará un viernes. Creo que de ahí nos fuimos directamente a Humahuaca. No recuerdo muy bien la sucesión de acontecimientos, pero sí que ambas estábamos dispuestas a disfrutar, tranquilas y bastante bacanas. Nos habían recomendado una peña, cuando fuimos era un galpón con cuatro viejos borrachos. Miramos sin siquiera entrar y nos fuimos, reclamando a Dios que nos tirara una posta para, en nuestra comodidad y cobardía, encontrar algo que nos entusiasmara.
Un año nos fuimos de vacaciones juntas a Jujuy. Como corresponde, en abril. Yo viajaba una semana antes y nos encontramos en Maimará un viernes. Creo que de ahí nos fuimos directamente a Humahuaca. No recuerdo muy bien la sucesión de acontecimientos, pero sí que ambas estábamos dispuestas a disfrutar, tranquilas y bastante bacanas. Nos habían recomendado una peña, cuando fuimos era un galpón con cuatro viejos borrachos. Miramos sin siquiera entrar y nos fuimos, reclamando a Dios que nos tirara una posta para, en nuestra comodidad y cobardía, encontrar algo que nos entusiasmara.

La psicóloga
era un personaje medio boludo, que cada vez que quería calificar algo hacía una
pausa y en voz baja y cámara lenta sentenciaba: “in- cre- ibleeee”. Algo así
dijo cuando llegamos a las piedras talladas y repitió cuando al mismo lugar
donde estábamos llego una chica muy simpática con una turista Brasilera, que
fotografiaba todo con su Tablet. La chica se llamaba Gaby y era del lugar. Nos
contó que con su familia se dedicaban al turismo rural y nos invitó a tomar el
té en su casa que estaba ahícito de donde estábamos. Ahícito, resultó ser una
hora de caminata, con la psicóloga sorprendida por cualquier cosa que
sucediera. En principio el camino fue normal. Llegar hasta la ruta y caminar
bordeándola. Tierra, tierra, tierra. Cactus, cactus, cactus. Naranja, marrón,
naranja, cielo. Hasta que llegamos a una parte donde parecía haber caído un
meteorito. Nos metimos ahí, en la tierra partida, atravesamos un pasillito de
paredes rojas formadas naturalmente por la arcilla de la tierra partida y
llegamos a un valle. Una casita chiquita, con pasto verde, un sauce y una
acequia con un hilo de agua.
A partir de ese
momento creo que cruzamos a otra dimensión, que Gaby explicaba con total
naturalidad y una risita al final de cada frase. Ya habíamos cruzado una línea
de alambre y Gaby dijo que ya eran
tierras de su familia. Mientras Juana Molina seguía des- lum- bra-da, por cuestiones que ahora sí
lo ameritaban y la brasilera sacaba fotos con su IPad, con Manuela sólo nos
mirábamos. Bordeamos un maizal chiquito y a los veinte metros un pequeño grupo
de árboles. Juro que no miento, eran árboles de frutas miniaturas. Peras,
duraznos, manzanas rojas y verdes. Todas chiquitas de colores deslumbrantes
que, con la aprobación de Gaby, arrancamos para probar. Recién ahí hablamos con
Manuela. “Esto es Hansel y Gretel”, le dije mientras ella probaba una pera de
agua más chiquita que mi mano con dedos amputados.
Llegamos a la
casa, tenían un burro, una cosa que calentaba el agua de la pava por el
sol y otro montón de cosas que no pude
retener. Para mí el viaje de la piedra hasta ahí había sido impactante. Tomamos
té con tostadas y queso de cabra. La psicóloga decidió quedarse junto a la brasilera
en esa casa. Las tres nos acompañaron a tomar el ómnibus que debía parar 17.45
en alguna altura de la ruta 9. Hicimos el camino siguiendo a Gaby, cortando
campo siempre sonriendo. Pasamos por unas canchas de fútbol y llegamos a la
ruta. Las sombras ya eran larguísimas. Nos señalaron la garita para esperar el
bondi, donde había tres o cuatro personas más. Saludamos y dividimos los
caminos.
Faltaban quince
o veinte minutos para que pasara el bondi. La excursión había durado unas horas
más de lo planeado y nuestro abrigo, por lo tanto, empezaba a quedar corto.
17.40 pasó un colectivo, hicimos señas para que parara y nada. 17.55 pasó otro
y nada. Las personas que estaban ahí eran claramente de la zona. Llevaban muy
pocas cosas y parecía que iban o venían de trabajar. 18.40 pasó una
camionetita, los hombre se subieron ahí. Quedamos solas esperando el bondi.
Para esa época
habían pasado apenas unos meses del caso de María Cash. Una chica que se separó
de sus amigas recorriendo el norte argentino y nunca más se supo nada de ella.
Antes de viajar tanto mi madre como la
de Manuela nos sobre recomendaron no quedar solas, no ir a cualquier lado.
Cuidarnos. No recuerdo cual fue exactamente la frase de mamá, pero fue algo así
como: “Nada de imprudencias”.

Al rato vimos
luces que parecían de colectivo e hicimos señas desesperadas para que nos
vieran. Las luces eran de un camión que paró pasada la garita. Para mis
adentros pensé “Ya fue, hay que llegar”, pero no empecé a expresarlo que
Manuela se había escondido hecha un bollito atrás de la pared. Entendí que no
podíamos separarnos. Que si no estaba dispuesta a subir al camión, ni a nada,
tendríamos que quedarnos ahí el tiempo que fuera necesario. Y si ese tiempo
implicaba la llegada del amanecer, entonces nos volveríamos locas, pero juntas.
El camión se
fue veinte minutos después. Veinte minutos hechas un bollo atrás de una pared
con un Tramontina en la mano. Cuando vimos que el camión se iba y lo perdimos
de vista nos reincorporamos. Entonces me salió una determinación de no sé donde
y le dije a Manuela que había que decidir, que el bondi no iba a pasar. O nos
preparábamos para pasar la noche en la garita, con hambre frío, miedo y
ansiedad, pero sin hacer nada más que esperar; o empezábamos a caminar al
costado de la ruta hasta llegar a algún pueblo donde llamar al hostel y
decirles desde un lugar concreto que nos mandaran un remis. Para la segunda
opción no había remedio al hambre, al frío, ni al miedo. Pero si hacíamos algo
que no fuera sólo pensar.
Manuela tenía
miedo. De quedarse. De salir a caminar. De volver a Hornaditas. Yo también
tenía miedo de esas mismas cosas, pero inexplicablemente el miedo sacó un yo
desconocido. Supongo que si hubiese estado con una persona que mostrara más
fuerza que yo hubiese reaccionado como Manuela. Pero la veía con sus ojos
gigantes multiplicados por quinientos, el Tramontina inútil en la mano,
tratando de sacar el frío que ya estaba atado a nuestros huesos. Tomando la
frase de mi madre Manu preguntó cuál de las opciones era la más prudente.
Contesté que ya no había prudencia cuando se estaba sólo en la Ruta 9, en la noche
cerrada de un domingo de pascua.
Hubo un
silencio o dos. Y me ataqué otra vez. Esperar a que amaneciera me resultó
desesperante. Nos imaginé ahí toda la noche, haciendo turnos para dormir, con
los ojos que se caían y el frío ya sin sentir, porque nosotras pasaríamos a ser
el frío. Le dije a Manuela que camináramos. De esa manera capaz conseguíamos
señal, podíamos ver en qué kilómetro de la ruta estábamos, llamar un remis o
bajar en el primer pueblo que encontráramos y pedir un teléfono. Manuela se levantó
Tramontina en mano, yo alumbraba el camino con mi teléfono. Manuela dio dos
pasos y me dijo un montón de cosas juntas en tono de llanto que no logré
entender. La agarré de los brazos. “No es momento para ataques de histeria,
caminemos”
A diferencia de
la frase anterior, esta pareció cambiar el modo en que estábamos prendidas las
dos. Caminábamos agarradas de los brazos. Mi mano derecha alumbraba con el
teléfono, la izquierda agarraba a Manu. La mano derecha de Manuela me agarraba,
la izquierda sostenía el cuchillo pegoteado por las peras del mediodía. A la
izquierda de las dos la ruta.
Para quitar
dramatismo a la cuestión Manuela propuso hacer un abecedario de canciones. De la A a la Z buscar algún
tema que cantar. Logramos por medio de ese juego distendernos pero no
dispersarnos. Nos reímos y salteamos algunas canciones como Gracias a La vida,
y algunas otras que parecían estar cantando nuestra despedida del mundo. No
había paisaje ni dimensiones, caminábamos la negrura. Sólo sabíamos que había
un piso, porque lo caminábamos. Negro adelante, negro atrás, negro el cielo,
negro a la derecha y a la izquierda. Todo era negro, hasta que se vieron unos
refusilos que devolvieron la idea de cielo-tierra y la de distancias. Seguimos
cantando. Sin tener señal, como una cuestión de brujería, llegó un mensaje de
la mamá de Manu preguntando si estábamos bien. “María Cash y la puta que te
parió”, gritó Manuela. Seguimos cantando.
Los refusilos
no pararon. Espaciados volvían. Nosotras estábamos llegando a la X en nuestro
abecedario de canciones, buscando una canción para esa maldita letra.
Tardábamos en encontrarla y creo yo que lo hacíamos adrede. Terminar el juego
era darnos cuenta que seguíamos en la negrura partida por rayos blancos, solas.
Pasó al lado
nuestro una camioneta ecosport roja, un poco más adelante paró en la banquina.
Manu apretó su cuchillo, para mí ya estaba todo perdido o encontrado, pero
fuera de nuestras manos. Mientras la chica del Tramontina preguntaba temerosa
“¿Bebi qué hacemos?” de la puerta de la camioneta abriéndose bajo un pie de
mujer, que se apoyó en el piso y asomó su cara. Una señora de pasados cuarenta
nos dijo “¿Van para Humahuaca?”
Subimos.
Manejaba el marido de la mujer. Por un momento me pregunté por qué debía
confiar en ellos. Pero ya era tarde para preguntas, como había sido tarde para
soluciones prudentes cuando estábamos esperando el bondi. Nos contaron que era
un problema frecuente con el colectivo de los domingos y que se habían quejado
con la empresa varias veces. Me llegó un mensaje de mamá, le contesté que
estaba todo hermoso. Bajamos en Humahuaca. Agradecimos sabiendo que era poco.
Salimos de la camioneta y nos miramos. Hubo un instante de silencio que pareció
mil instantes y mil silencios. A partir de ese momento, como la noche que
descubrimos que había fiestas más sin empezar que la nuestra, solo nos abocamos al festejo. Fuimos a comer
a fuera, pedimos la comida más rica y el vino que la moza recomendó como el
mejor que tenían en el lugar. Recién sentadas y con la comida pedida, con el peligro
lejos, nos animamos a nombrar loa refusilos. La moza trajo un Quara malbec que
desde ese momento fue nuestro vino, el de
nuestra resurrección, de nuestra pascua.