martes, 20 de octubre de 2015

Quara (Nudo)

Parte I

Un año nos fuimos de vacaciones juntas a Jujuy. Como corresponde, en abril. Yo viajaba una semana antes y nos encontramos en Maimará un viernes. Creo que de ahí nos fuimos directamente a Humahuaca. No recuerdo muy bien la sucesión de acontecimientos, pero sí que ambas estábamos dispuestas a disfrutar, tranquilas y bastante bacanas. Nos habían recomendado una peña, cuando fuimos era un galpón con cuatro viejos borrachos. Miramos sin siquiera entrar y nos fuimos, reclamando a Dios que nos tirara una posta para, en nuestra comodidad y cobardía, encontrar algo que nos entusiasmara.

A la mañana siguiente llegó al hostel una mina de treintipico, no muy alta, con rulos, psicóloga y con el bozo quemado por la depilación. Un personaje de Juana Molina que le preguntaba al dueño del lugar dónde podía ir. Nosotras nos sumamos a la guía de opciones turísticas y preguntamos algo para hacer en el día. Nos recomendó a las tres ir a Hornaditas a ver unas piedras talladas. Había que tomarse el bondi y avisarle que bajábamos antes, después meterse en un campo y caminar por ahí hasta las piedras, no más de cinco kilómetros. Nos llevaría alrededor de tres horas y podríamos llegar a tomar el té en el hostel. Partimos entonces con pocas cosas. Un par de peras, un saco fino, un Tramontina y pañuelos en el pecho que pasarían a las cabezas llegado el mediodía.

La psicóloga era un personaje medio boludo, que cada vez que quería calificar algo hacía una pausa y en voz baja y cámara lenta sentenciaba: “in- cre- ibleeee”. Algo así dijo cuando llegamos a las piedras talladas y repitió cuando al mismo lugar donde estábamos llego una chica muy simpática con una turista Brasilera, que fotografiaba todo con su Tablet. La chica se llamaba Gaby y era del lugar. Nos contó que con su familia se dedicaban al turismo rural y nos invitó a tomar el té en su casa que estaba ahícito de donde estábamos. Ahícito, resultó ser una hora de caminata, con la psicóloga sorprendida por cualquier cosa que sucediera. En principio el camino fue normal. Llegar hasta la ruta y caminar bordeándola. Tierra, tierra, tierra. Cactus, cactus, cactus. Naranja, marrón, naranja, cielo. Hasta que llegamos a una parte donde parecía haber caído un meteorito. Nos metimos ahí, en la tierra partida, atravesamos un pasillito de paredes rojas formadas naturalmente por la arcilla de la tierra partida y llegamos a un valle. Una casita chiquita, con pasto verde, un sauce y una acequia con un hilo de agua.

A partir de ese momento creo que cruzamos a otra dimensión, que Gaby explicaba con total naturalidad y una risita al final de cada frase. Ya habíamos cruzado una línea de alambre y  Gaby dijo que ya eran tierras de su familia. Mientras Juana Molina seguía  des- lum- bra-da, por cuestiones que ahora sí lo ameritaban y la brasilera sacaba fotos con su IPad, con Manuela sólo nos mirábamos. Bordeamos un maizal chiquito y a los veinte metros un pequeño grupo de árboles. Juro que no miento, eran árboles de frutas miniaturas. Peras, duraznos, manzanas rojas y verdes. Todas chiquitas de colores deslumbrantes que, con la aprobación de Gaby, arrancamos para probar. Recién ahí hablamos con Manuela. “Esto es Hansel y Gretel”, le dije mientras ella probaba una pera de agua más chiquita que mi mano con dedos amputados.

Llegamos a la casa, tenían un burro, una cosa que calentaba el agua de la pava por el sol  y otro montón de cosas que no pude retener. Para mí el viaje de la piedra hasta ahí había sido impactante. Tomamos té con tostadas y queso de cabra. La psicóloga decidió quedarse junto a la brasilera en esa casa. Las tres nos acompañaron a tomar el ómnibus que debía parar 17.45 en alguna altura de la ruta 9. Hicimos el camino siguiendo a Gaby, cortando campo siempre sonriendo. Pasamos por unas canchas de fútbol y llegamos a la ruta. Las sombras ya eran larguísimas. Nos señalaron la garita para esperar el bondi, donde había tres o cuatro personas más. Saludamos y dividimos los caminos.

Faltaban quince o veinte minutos para que pasara el bondi. La excursión había durado unas horas más de lo planeado y nuestro abrigo, por lo tanto, empezaba a quedar corto. 17.40 pasó un colectivo, hicimos señas para que parara y nada. 17.55 pasó otro y nada. Las personas que estaban ahí eran claramente de la zona. Llevaban muy pocas cosas y parecía que iban o venían de trabajar. 18.40 pasó una camionetita, los hombre se subieron ahí. Quedamos solas esperando el bondi.

Para esa época habían pasado apenas unos meses del caso de María Cash. Una chica que se separó de sus amigas recorriendo el norte argentino y nunca más se supo nada de ella. Antes de viajar  tanto mi madre como la de Manuela nos sobre recomendaron no quedar solas, no ir a cualquier lado. Cuidarnos. No recuerdo cual fue exactamente la frase de mamá, pero fue algo así como: “Nada de imprudencias”.

Era de noche, ya no sé qué hora. Sólo sabíamos que estábamos sobre la Ruta 9, 15 km al norte de Humahuaca. Los teléfonos no tenían señal, tratamos de llamar al hostel y fue inútil. A los costados sólo había campo y unos minutos antes que terminara de caer el sol habíamos expresado las opciones. Esperar; meternos campo adentro y ver si podíamos recrear el camino hasta la casa de Gaby; caminar por la ruta. Nos quedamos esperando que pasara el bondi. En ese momento me acordé que era domingo de pascua.

Al rato vimos luces que parecían de colectivo e hicimos señas desesperadas para que nos vieran. Las luces eran de un camión que paró pasada la garita. Para mis adentros pensé “Ya fue, hay que llegar”, pero no empecé a expresarlo que Manuela se había escondido hecha un bollito atrás de la pared. Entendí que no podíamos separarnos. Que si no estaba dispuesta a subir al camión, ni a nada, tendríamos que quedarnos ahí el tiempo que fuera necesario. Y si ese tiempo implicaba la llegada del amanecer, entonces nos volveríamos locas, pero juntas.

El camión se fue veinte minutos después. Veinte minutos hechas un bollo atrás de una pared con un Tramontina en la mano. Cuando vimos que el camión se iba y lo perdimos de vista nos reincorporamos. Entonces me salió una determinación de no sé donde y le dije a Manuela que había que decidir, que el bondi no iba a pasar. O nos preparábamos para pasar la noche en la garita, con hambre frío, miedo y ansiedad, pero sin hacer nada más que esperar; o empezábamos a caminar al costado de la ruta hasta llegar a algún pueblo donde llamar al hostel y decirles desde un lugar concreto que nos mandaran un remis. Para la segunda opción no había remedio al hambre, al frío, ni al miedo. Pero si hacíamos algo que no fuera sólo pensar.

Manuela tenía miedo. De quedarse. De salir a caminar. De volver a Hornaditas. Yo también tenía miedo de esas mismas cosas, pero inexplicablemente el miedo sacó un yo desconocido. Supongo que si hubiese estado con una persona que mostrara más fuerza que yo hubiese reaccionado como Manuela. Pero la veía con sus ojos gigantes multiplicados por quinientos, el Tramontina inútil en la mano, tratando de sacar el frío que ya estaba atado a nuestros huesos. Tomando la frase de mi madre Manu preguntó cuál de las opciones era la más prudente. Contesté que ya no había prudencia cuando se estaba sólo en la Ruta 9, en la noche cerrada de un domingo de pascua.

Hubo un silencio o dos. Y me ataqué otra vez. Esperar a que amaneciera me resultó desesperante. Nos imaginé ahí toda la noche, haciendo turnos para dormir, con los ojos que se caían y el frío ya sin sentir, porque nosotras pasaríamos a ser el frío. Le dije a Manuela que camináramos. De esa manera capaz conseguíamos señal, podíamos ver en qué kilómetro de la ruta estábamos, llamar un remis o bajar en el primer pueblo que encontráramos y pedir un teléfono. Manuela se levantó Tramontina en mano, yo alumbraba el camino con mi teléfono. Manuela dio dos pasos y me dijo un montón de cosas juntas en tono de llanto que no logré entender. La agarré de los brazos. “No es momento para ataques de histeria, caminemos”

A diferencia de la frase anterior, esta pareció cambiar el modo en que estábamos prendidas las dos. Caminábamos agarradas de los brazos. Mi mano derecha alumbraba con el teléfono, la izquierda agarraba a Manu. La mano derecha de Manuela me agarraba, la izquierda sostenía el cuchillo pegoteado por las peras del mediodía. A la izquierda de las dos la ruta.

Para quitar dramatismo a la cuestión Manuela propuso hacer un abecedario  de canciones. De la A a la Z buscar algún tema que cantar. Logramos por medio de ese juego distendernos pero no dispersarnos. Nos reímos y salteamos algunas canciones como Gracias a La vida, y algunas otras que parecían estar cantando nuestra despedida del mundo. No había paisaje ni dimensiones, caminábamos la negrura. Sólo sabíamos que había un piso, porque lo caminábamos. Negro adelante, negro atrás, negro el cielo, negro a la derecha y a la izquierda. Todo era negro, hasta que se vieron unos refusilos que devolvieron la idea de cielo-tierra y la de distancias. Seguimos cantando. Sin tener señal, como una cuestión de brujería, llegó un mensaje de la mamá de Manu preguntando si estábamos bien. “María Cash y la puta que te parió”, gritó Manuela. Seguimos cantando.

Los refusilos no pararon. Espaciados volvían. Nosotras estábamos llegando a la X en nuestro abecedario de canciones, buscando una canción para esa maldita letra. Tardábamos en encontrarla y creo yo que lo hacíamos adrede. Terminar el juego era darnos cuenta que seguíamos en la negrura partida por rayos blancos, solas.  

Pasó al lado nuestro una camioneta ecosport roja, un poco más adelante paró en la banquina. Manu apretó su cuchillo, para mí ya estaba todo perdido o encontrado, pero fuera de nuestras manos. Mientras la chica del Tramontina preguntaba temerosa “¿Bebi qué hacemos?” de la puerta de la camioneta abriéndose bajo un pie de mujer, que se apoyó en el piso y asomó su cara. Una señora de pasados cuarenta nos dijo “¿Van para Humahuaca?”

Subimos. Manejaba el marido de la mujer. Por un momento me pregunté por qué debía confiar en ellos. Pero ya era tarde para preguntas, como había sido tarde para soluciones prudentes cuando estábamos esperando el bondi. Nos contaron que era un problema frecuente con el colectivo de los domingos y que se habían quejado con la empresa varias veces. Me llegó un mensaje de mamá, le contesté que estaba todo hermoso. Bajamos en Humahuaca. Agradecimos sabiendo que era poco. Salimos de la camioneta y nos miramos. Hubo un instante de silencio que pareció mil instantes y mil silencios. A partir de ese momento, como la noche que descubrimos que había fiestas más sin empezar que la nuestra,  solo nos abocamos al festejo. Fuimos a comer a fuera, pedimos la comida más rica y el vino que la moza recomendó como el mejor que tenían en el lugar. Recién sentadas y con la comida pedida, con el peligro lejos, nos animamos a nombrar loa refusilos. La moza trajo un Quara malbec que desde ese momento fue nuestro vino,  el de nuestra resurrección, de nuestra pascua.

domingo, 11 de octubre de 2015

Revalorizar (introducción)

Un día mi amigo Nico trajo a casa El Joven Manos de Tijera. No voy a escribir un ensayo sobre Nico porque terminaría siendo un tratado moral internacional sobre tolerancia, cariño y lámparas con dimmer. Sólo voy a contar eso, a veces le daba por traer películas para ver en casa. Esa tarde llegué del médico después de un largo día de trabajo y cuando subí a mi cuarto ahí estaba él, pintando con mis hermanas menores, jugando a hacer casual algo minuciosamente pensado.

Tengo un defecto, entre muchos. Uno de esos que a veces falla y se convierte en virtud. Tengo algo que podemos catalogar como cualquier cosa. Soy sensible y con las películas me excedo. No es que no sea consciente de la división ficción-realidad, sino que no puedo dejar de entregarme de lleno a lo que acontece. Cuando terminó la película, no pude más que agradecer tener manos y que tengan dedos. Nico se fue y lo abracé y por varios días pensé todas las cosas que hacía gracias a estas extremidades. Tener manos fue, desde ese momento, el consuelo a cualquier altercado y entendí más que nunca el agradecimiento a la vida de Violeta Parra.

Revalorizar. Eso dijimos con una amiga. Era 28 de diciembre y estábamos en un cumpleaños. 28 de diciembre y todos manteníamos la resaca de navidad y la ansiedad de año nuevo y esa tensión rodeada de excesos de fin de año, por lo que la fiesta no terminaba de armarse. Como algo que no termina de caer y queda en suspenso, las horas, las personas, la cerveza y las canciones pasaban y la fiesta nunca llegaba. Estaba todo ahí, el vaso de vidrio con media base fuera de la mesa, pero no había rose que determinara su caída y su estallido en mil pedazos. Entonces decidimos ir al bar de la esquina. Vivimos en un pueblo. El bar de la esquina es El Bar, el único. Que si ya estaba venido a menos, en esa época del año donde todo bordea el cansancio y el exilio costero, no tenía chance de ser un mejor lugar. Estaba vacío, Sólo dos empleados en la barra hablando con un borrachín que hace años parece anclado en la misma banqueta y una pareja que estaba, sin hablar, mirando el techo. Así y todo salía música de la pistita de baile que otras veces hacía de lugar de karaoke y de a rockola instalada frente a la barra. Entramos, fuimos al baño, bailamos frente al espejo quince segundos, retocamos nuestros peinados y volvimos a la fiesta, que sólo había sumado algún borracho. Nuestra mirada sobre el lugar que seguía sin estallar fue diferente. Teníamos la certeza de que había gente más triste esa noche.

No lo llamaría cobardía sino, más bien, diría que las dos gozamos de un arrojo muy prudente. Manuela y yo nos hicimos amigas por quedarnos los veranos en Bella Vista. Suele pasar que ante el éxodo veranil, van generándose nuevos grupos de socialización conformados por los que quedan, que varían por quincena, hasta que llega fin de febrero y empiezan a reestructurarse los grupos originales. Pocas veces los que quedan siguen siendo amigos llegado marzo, pero no fue el caso. Entre altas y bajas del grupo, mientras ella contaba collaretas fruncidas y yo reclamos municipales, establecimos junto a Maca y Maru, varios códigos, labios llenos de vino y  una bella amistad. Además, pueden tildarnos de cobardes, pero quedarse en el pueblo todo el verano, eso sí es una aventura.

Reconociendo las dos nuestras personalidades esquivas a la aventura, pasado el verano, llegamos a un acuerdo. Habíamos ido a uno de los primeros casamientos de mi generación escolar en el frío extremo de julio. Durante la fiesta, como se estila, mostraron el vídeo realizado por las amigas de la novia y los amigos del novio. El vídeo consistía en preguntas sobre los recién casados contestadas por sus amigos y familia. Los amigos de él a toda pregunta contestaron “plata”, las de ella supieron ser más variadas. Dormir, comer, putear y enojarse fueron la repuesta a “¿qué le gusta?” Drogarse, emborracharse a “¿qué no haría nunca?” Comiendo durmiendo y puteando a sus hijos, fueron la respuesta a "¿Cómo la imaginás dentro de 10 años?" A la mañana siguiente, con nuestras respectivas resacas a cuestas, sellamos el pacto. Aun viendo nuestra posibilidad de matrimonio como algo lejano y casi nulo, en caso que alguna de las dos se casara y nos correspondiera ser parte del vídeo, íbamos a mentir. "¿Manu? hacía bugee jumping día por medio, encaraba a los tipos tan segura de sí que daba miedo y algunas personas le temían porque corría el rumor  de que siempre llevaba un arma en la cartera". Ese era mi discurso para su vídeo, ella tendría alguno parecido para el mío.

jueves, 8 de octubre de 2015

Lavarse las manos

Decime que vale la pena y suspendo mi cita de mañana
Que queda algo
Más allá del amor moderno
De nuestros egos
De algo
Que quede
Que espero que digas.