sábado, 2 de enero de 2016

Ramo de ramas

Hubo una sequía muy grande ese año del que ya no se recuerda el número. Tan grande que hubo pocas flores esa primavera. Las industrias tampoco habían florecido, las flores de plástico no existían como alternativa. El arroyo que hasta el momento no se llamaba Los Berros, porque ni el árbol tenía ese nombre, podía identificarse como arroyo porque los habitantes lo recordaban con agua. De no ser por esa memoria, de llegar un hombre del siglo XX a ese tiempo inmemorable, podría ver aquel zanjón como una trinchera, la primera de la historia. Lo cierto es que las guerras llegaron después.

Volvamos a la sequía. El pequeño poblado se había organizado para juntar agua de las pocas lluvias y rocíos, por lo que no llegaban a sufrir mucha sed. Pero hubo algún que otro muerto producto de las condiciones climáticas. También hubo nacimientos, festejos, celebraciones de todo tipo, tamaño y color. Hubo vino, porque hasta los pueblos más desprovistos en esa época guardaban y tomaban grandes cantidades de vino. Pero no hubo flores. Ni para los muertos y sus tumbas, ni para los recién llegados, ni para los enamorados, los niños, ni los poetas. No se sabe quién, cómo ni cuándo. Pero algún iluminado decidió remplazar las flores por los pedacitos de ramas de los árboles caídos. Lo enamorados reglaron ramas atadas por ramas finas de sauce llorón, en las tumbas se dejaron ramas en todas las formas habidas y por haber, menos en forma de cruz. Un poeta escribió un poema que se titulaba “Setenta caminos y ninguna rama”. Y hasta las lluvias que llegaron terminando el invierno, el arroyo y las flores se volvieron fantasmas.

Podemos deducir entonces dos cosas. En primer lugar que la entrega de flores como muestra de cariño, devoción o como simple elemento decorativo es previa a la existencia de las trincheras. En segundo, que si por algún motivo en las cercanías del actual Arroyo Los Berros te regalan un palito tal vez ya estés muerto.

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