lunes, 4 de febrero de 2013

Hay veces en que me enamoro de mi sombra. Me pasa, ante todo, cuando camino sola en la noche. Como si fuera  una entidad ajena a mi persona, me acompaña con mi caminata saltarina que, a falta de ver pies, se nota por el rebote de la cabeza o del morral contra la cadera.
Si no caminara en la noche escribiría menos de la mitad de las cosas que escribo. Y no lograría comprenderme lo poco que me comprendo. Lo bueno de caminar es que el tiempo de transición de un lugar a otro, sea cual sea la distancia, es suficiente para adecuarse a donde se llegue, o no llegar por entender que es un destino erróneo.

La bici en ese sentido es bastante parecida y economiza el tiempo, por eso ayer que la distancia era menor a diez cuadras, decidí caminar.

La noche estaba fresca, me hubiese gustado, como en invierno, tener un chocolate en el bolsillo. Pero en las noches de verano no suelo tener reservas de chocolate y  contadas veces, la ropa veranil femenina,  cuenta con bolsillos. Por alguna razón, no guardo chocolates en la cartera. O al cajón de la mesita de luz, tal como me enseñó mi abuela, o el bolsillo de algún abrigo suelen ser los guardianes.
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