Hay veces en que me enamoro de mi
sombra. Me pasa, ante todo, cuando camino sola en la noche. Como si fuera una entidad ajena a mi persona, me acompaña
con mi caminata saltarina que, a falta de ver pies, se nota por el rebote de la
cabeza o del morral contra la cadera.
Si no caminara en la noche escribiría
menos de la mitad de las cosas que escribo. Y no lograría comprenderme lo poco
que me comprendo. Lo bueno de caminar es que el tiempo de transición de un
lugar a otro, sea cual sea la distancia, es suficiente para adecuarse a donde
se llegue, o no llegar por entender que es un destino erróneo.
La bici en ese sentido es bastante
parecida y economiza el tiempo, por eso ayer que la distancia era menor a diez
cuadras, decidí caminar.
La noche estaba fresca, me hubiese
gustado, como en invierno, tener un chocolate en el bolsillo. Pero en las
noches de verano no suelo tener reservas de chocolate y contadas veces, la ropa veranil
femenina, cuenta con bolsillos. Por
alguna razón, no guardo chocolates en la cartera. O al cajón de la mesita de
luz, tal como me enseñó mi abuela, o el bolsillo de algún abrigo suelen ser los
guardianes.
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