Camino. El cielo es gris, la calle es gris,
la plaza no. El cielo tiene ese color que hace resaltar todo lo que se
interpone entre nosotros. Las copas de
los árboles, los carteles, las cotorras, las flores de las copas, los
edificios. Todo contrasta mientras el viento lo golpea.
Estoy tan enojada que cuando cruzo la plaza
creo que son mi paso y mi enojo los que remueven la hojas, levantan el viento y
obligan a las madres a sacar a los chicos del sube y baja. Cruzo en diagonal,
el paso firme y las manos abiertas. Pienso que el cielo puede caerse a pedazos,
el viento tirar miles de árboles, la lluvia inundar las casas, el asfalto
abrirse hasta mostrar la tierra, el agua y el magma.
Deseo que todo eso suceda porque creo que,
como si nada, podría seguir caminando con la misma firmeza. Pero el cielo gris
no muestra rajadura, ni el viento mueve más que hojas y tierra, ni las gotas que
caen llegan a mojar mi camisa. Del magma ni noticia y mi paso puede flaquear
con solo apoyar un poco de más la plataforma del zapato. Encarno y reconozco que cumplir cualquiera de mis deseos
me perjudicaría. Entonces solo espero que llueva, así poder disimular el momento
en que la bronca se transforme en llanto. Aprieto los labios. Quiero llegar a
casa.
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