Hace unas semanas decidí ir sola a
la muestra de fotoperiodismo que hace años AGRA realiza en el Palais de Glace.
Normalmente cuando estoy triste, o a
punto de estarlo, sobreactivo (Luna
sagitario) La chica que vive conmigo se sumó al paseo. Un lunes, agosto, feriado.
Después de almorzar, sin apuro
tomamos el tren y de ahí el 60. Hace tres o cuatro años voy a la muestra y,
normalmente me pierdo un poco antes de llegar al lugar. Bajamos antes de Las Heras
y Pueyrredon. Pasamos por Plaza Francia con su típica feria. Entonces me acordé
mis primeras visitas a esa parte de la ciudad.
En el año 2001 viajamos a Brasil con
mi familia, primos segundos, tía, tía abuela, familia amiga. Éramos diez
millones distribuidos en una casa en la que le tiramos colchones por todos
lados. La casa estaba sobre la playa, llegamos de noche, empezaba una tormenta
y mi tía abuela nos obligó a todos a sacarnos los pantalones por temor a que el
metal de los botones y cierres atrajera
algún rayo. Un ejército de niños y de
adultos corría en bombacha y calzoncillos, a la noche, por la playa, bajo la
tormenta riéndose a los gritos, llevando bolsos. Con toda la excitación
pertinente al comienzo de un verano que
recién empezaba y ya tenía historia.
Ese verano cumplía 12 años y, por
consejo de mi tía Maduque empecé a usar desodorante. Maduque es mi tía
periodista, que para ese momento trabajaba en Cosmopolitan. Ella merece un
capítulo aparte, como cada uno de los que participó de ese viaje. Cuando hay
vacaciones familiares multitudinarias el mundo se divide en dos grupos: Los chicos
y Los grandes. Maduque siempre supo jugar con ese límite y así fue que un día
Los chicos terminamos en ronda escuchando como nos contaba la película “El proyecto
blair witch”.
Mi prima Sofía Urquiza conocía la
historia, no sé si por relato de otras primas nuestras o porque la había visto.
Sofí tenía 14/15 años y una forma impresionante de contar con la perfecta
contracción y relajación de sus ojos chinos. Si bien, conocía a mis primos
segundos de inviernos en el campo,
comidas de nuestros padres donde también quedábamos unificados en
colectivo Los chicos, salvo algunas excepciones me relacionaba con ellos en
concepto de grupo, conformado por subgrupos familiares: Los Caillon, Los
Maristany, Los Mejía, Los Urquiza. Para ellos, mis hermanos y yo éramos parte
de Los Bayá. Creo que después de ese verano, no sólo empecé a usar desodorante,
sino que empecé a relacionarme con Sofi más allá de nuestra pertenencia grupal.
Cuando volvimos a Buenos Aires algunos jueves,
nos llamábamos a nuestras casas y
hablábamos por teléfono horas. Cada tanto, también, pegaba viaje a capital y me
quedaba en “Lo de Urquiza”. Vivían en un departamento sobre la calle French,
frente a un COTO. Nos encerrábamos a escuchar Pedro y Pablo, a tocar la
guitarra. Vagueábamos. Íbamos a Plaza Francia a tomar mate, mirar la feria y al
cantante de turno. Yo creía que éramos grandes o, mejor dicho, que Sofi me
mostraba como se era cuando crecías.
También alquilábamos películas en Blockbuster
y, para verlas, comprábamos golosinas en el COTO. En esa época empecé a ver
películas para grandes, las que no eran especialmente dedicadas a niños. Sexto
sentido, Los niños del cielo, El náufrago, Apariencias. A veces también íbamos
al Village de Recoleta. Yo me entregaba al andar de Sofi que conocía las calles
de una ciudad para mi imposible. Una vez más la sensación y el hecho concreto,
ella abría los caminos.
Los Urquiza viajaban un montón, como
hijos de padres separados a veces tenían doble vacación. Sofi tenía y tiene el don del
asombro y, así como con el proyecto Blair witch, el don de la descripción
sensacional. O sea de las sensaciones. Los relatos de esos viajes eran
geniales, las comidas de Brasil, los Juegos en Disney. Las cosas cobraban valor
a partir del relato de Sofi. Muchísimas, también, perdían valor una vez que uno las veía.
Películas malísimas cobraban encanto porque ella las contaba apenas las
agarrábamos en el cable.
Un día entre nuestras llamadas telefónicas, me contó
que tenían un nuevo juego para la compu. El juego consistía en armar una casa
con determinado presupuesto (aunque ella sabía saltear ese límite) y después
hacer vivir a los personajes. Los personajes también los armaba uno, el sexo, el
color de piel y pelo, la ropa, la edad. Después tenías que hacer que los
personajes desarrollaran su vida, estudiaran, comieran, aprendieran a cocinar,
mearan, se lavaran y tuvieran vida social. Sofi lo había anticipado, lo mejor
del juego era hacer las casas. Al tiempo, cuando fui a su casa, una vez más el
relato superaba la realidad. The Sims fue divertido como novedad, pero no pasó
mucho tiempo hasta resultar un plomo.
Cuando caminaba hace unos días con
mi amiga hacia el Palais de Glace, recordé esas caminatas con mi prima, en las
que el mundo se abría más allá de los jardines de las casas de mis amigas de
Bella Vista. Cuando empezaba a ser menos chica. Con más o menos frecuencia, con
Sofi Urquiza nos seguimos viendo. Compartimos coro, vacaciones, juntadas
nuestras y de primos. Creo que armamos una relación muy igual, de muchísimo
cariño y hasta cierta admiración mutua. A partir de esa caminata hubo varios días en que Sofi vino a mi
recuerdo. Entonces arreglamos para vernos.
Nos encontramos en la estación de
Palermo y caminamos por ahí hasta llegar a una parrilla. Hablamos de nuestras
vidas, de música, de nuestros hermanos y pareceres. Sofi me contó que fue a un
lugar con su novio. Un bar donde entrabas a un cuarto y tenías determinado
tiempo para resolver un crimen. Ahí estaba otra vez, como un cuento de
Bradbury, mi prima contando como era el futuro.
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