martes, 17 de noviembre de 2015

Disperso

Había que cantar en La
llenar el living de jazmines
ir a un río
pasar por una obra 
y oler cemento fresco.

Sólo eso, para darse cuenta,
que no tenía el corazón roto
sino un poco disperso. 







martes, 20 de octubre de 2015

Quara (Nudo)

Parte I

Un año nos fuimos de vacaciones juntas a Jujuy. Como corresponde, en abril. Yo viajaba una semana antes y nos encontramos en Maimará un viernes. Creo que de ahí nos fuimos directamente a Humahuaca. No recuerdo muy bien la sucesión de acontecimientos, pero sí que ambas estábamos dispuestas a disfrutar, tranquilas y bastante bacanas. Nos habían recomendado una peña, cuando fuimos era un galpón con cuatro viejos borrachos. Miramos sin siquiera entrar y nos fuimos, reclamando a Dios que nos tirara una posta para, en nuestra comodidad y cobardía, encontrar algo que nos entusiasmara.

A la mañana siguiente llegó al hostel una mina de treintipico, no muy alta, con rulos, psicóloga y con el bozo quemado por la depilación. Un personaje de Juana Molina que le preguntaba al dueño del lugar dónde podía ir. Nosotras nos sumamos a la guía de opciones turísticas y preguntamos algo para hacer en el día. Nos recomendó a las tres ir a Hornaditas a ver unas piedras talladas. Había que tomarse el bondi y avisarle que bajábamos antes, después meterse en un campo y caminar por ahí hasta las piedras, no más de cinco kilómetros. Nos llevaría alrededor de tres horas y podríamos llegar a tomar el té en el hostel. Partimos entonces con pocas cosas. Un par de peras, un saco fino, un Tramontina y pañuelos en el pecho que pasarían a las cabezas llegado el mediodía.

La psicóloga era un personaje medio boludo, que cada vez que quería calificar algo hacía una pausa y en voz baja y cámara lenta sentenciaba: “in- cre- ibleeee”. Algo así dijo cuando llegamos a las piedras talladas y repitió cuando al mismo lugar donde estábamos llego una chica muy simpática con una turista Brasilera, que fotografiaba todo con su Tablet. La chica se llamaba Gaby y era del lugar. Nos contó que con su familia se dedicaban al turismo rural y nos invitó a tomar el té en su casa que estaba ahícito de donde estábamos. Ahícito, resultó ser una hora de caminata, con la psicóloga sorprendida por cualquier cosa que sucediera. En principio el camino fue normal. Llegar hasta la ruta y caminar bordeándola. Tierra, tierra, tierra. Cactus, cactus, cactus. Naranja, marrón, naranja, cielo. Hasta que llegamos a una parte donde parecía haber caído un meteorito. Nos metimos ahí, en la tierra partida, atravesamos un pasillito de paredes rojas formadas naturalmente por la arcilla de la tierra partida y llegamos a un valle. Una casita chiquita, con pasto verde, un sauce y una acequia con un hilo de agua.

A partir de ese momento creo que cruzamos a otra dimensión, que Gaby explicaba con total naturalidad y una risita al final de cada frase. Ya habíamos cruzado una línea de alambre y  Gaby dijo que ya eran tierras de su familia. Mientras Juana Molina seguía  des- lum- bra-da, por cuestiones que ahora sí lo ameritaban y la brasilera sacaba fotos con su IPad, con Manuela sólo nos mirábamos. Bordeamos un maizal chiquito y a los veinte metros un pequeño grupo de árboles. Juro que no miento, eran árboles de frutas miniaturas. Peras, duraznos, manzanas rojas y verdes. Todas chiquitas de colores deslumbrantes que, con la aprobación de Gaby, arrancamos para probar. Recién ahí hablamos con Manuela. “Esto es Hansel y Gretel”, le dije mientras ella probaba una pera de agua más chiquita que mi mano con dedos amputados.

Llegamos a la casa, tenían un burro, una cosa que calentaba el agua de la pava por el sol  y otro montón de cosas que no pude retener. Para mí el viaje de la piedra hasta ahí había sido impactante. Tomamos té con tostadas y queso de cabra. La psicóloga decidió quedarse junto a la brasilera en esa casa. Las tres nos acompañaron a tomar el ómnibus que debía parar 17.45 en alguna altura de la ruta 9. Hicimos el camino siguiendo a Gaby, cortando campo siempre sonriendo. Pasamos por unas canchas de fútbol y llegamos a la ruta. Las sombras ya eran larguísimas. Nos señalaron la garita para esperar el bondi, donde había tres o cuatro personas más. Saludamos y dividimos los caminos.

Faltaban quince o veinte minutos para que pasara el bondi. La excursión había durado unas horas más de lo planeado y nuestro abrigo, por lo tanto, empezaba a quedar corto. 17.40 pasó un colectivo, hicimos señas para que parara y nada. 17.55 pasó otro y nada. Las personas que estaban ahí eran claramente de la zona. Llevaban muy pocas cosas y parecía que iban o venían de trabajar. 18.40 pasó una camionetita, los hombre se subieron ahí. Quedamos solas esperando el bondi.

Para esa época habían pasado apenas unos meses del caso de María Cash. Una chica que se separó de sus amigas recorriendo el norte argentino y nunca más se supo nada de ella. Antes de viajar  tanto mi madre como la de Manuela nos sobre recomendaron no quedar solas, no ir a cualquier lado. Cuidarnos. No recuerdo cual fue exactamente la frase de mamá, pero fue algo así como: “Nada de imprudencias”.

Era de noche, ya no sé qué hora. Sólo sabíamos que estábamos sobre la Ruta 9, 15 km al norte de Humahuaca. Los teléfonos no tenían señal, tratamos de llamar al hostel y fue inútil. A los costados sólo había campo y unos minutos antes que terminara de caer el sol habíamos expresado las opciones. Esperar; meternos campo adentro y ver si podíamos recrear el camino hasta la casa de Gaby; caminar por la ruta. Nos quedamos esperando que pasara el bondi. En ese momento me acordé que era domingo de pascua.

Al rato vimos luces que parecían de colectivo e hicimos señas desesperadas para que nos vieran. Las luces eran de un camión que paró pasada la garita. Para mis adentros pensé “Ya fue, hay que llegar”, pero no empecé a expresarlo que Manuela se había escondido hecha un bollito atrás de la pared. Entendí que no podíamos separarnos. Que si no estaba dispuesta a subir al camión, ni a nada, tendríamos que quedarnos ahí el tiempo que fuera necesario. Y si ese tiempo implicaba la llegada del amanecer, entonces nos volveríamos locas, pero juntas.

El camión se fue veinte minutos después. Veinte minutos hechas un bollo atrás de una pared con un Tramontina en la mano. Cuando vimos que el camión se iba y lo perdimos de vista nos reincorporamos. Entonces me salió una determinación de no sé donde y le dije a Manuela que había que decidir, que el bondi no iba a pasar. O nos preparábamos para pasar la noche en la garita, con hambre frío, miedo y ansiedad, pero sin hacer nada más que esperar; o empezábamos a caminar al costado de la ruta hasta llegar a algún pueblo donde llamar al hostel y decirles desde un lugar concreto que nos mandaran un remis. Para la segunda opción no había remedio al hambre, al frío, ni al miedo. Pero si hacíamos algo que no fuera sólo pensar.

Manuela tenía miedo. De quedarse. De salir a caminar. De volver a Hornaditas. Yo también tenía miedo de esas mismas cosas, pero inexplicablemente el miedo sacó un yo desconocido. Supongo que si hubiese estado con una persona que mostrara más fuerza que yo hubiese reaccionado como Manuela. Pero la veía con sus ojos gigantes multiplicados por quinientos, el Tramontina inútil en la mano, tratando de sacar el frío que ya estaba atado a nuestros huesos. Tomando la frase de mi madre Manu preguntó cuál de las opciones era la más prudente. Contesté que ya no había prudencia cuando se estaba sólo en la Ruta 9, en la noche cerrada de un domingo de pascua.

Hubo un silencio o dos. Y me ataqué otra vez. Esperar a que amaneciera me resultó desesperante. Nos imaginé ahí toda la noche, haciendo turnos para dormir, con los ojos que se caían y el frío ya sin sentir, porque nosotras pasaríamos a ser el frío. Le dije a Manuela que camináramos. De esa manera capaz conseguíamos señal, podíamos ver en qué kilómetro de la ruta estábamos, llamar un remis o bajar en el primer pueblo que encontráramos y pedir un teléfono. Manuela se levantó Tramontina en mano, yo alumbraba el camino con mi teléfono. Manuela dio dos pasos y me dijo un montón de cosas juntas en tono de llanto que no logré entender. La agarré de los brazos. “No es momento para ataques de histeria, caminemos”

A diferencia de la frase anterior, esta pareció cambiar el modo en que estábamos prendidas las dos. Caminábamos agarradas de los brazos. Mi mano derecha alumbraba con el teléfono, la izquierda agarraba a Manu. La mano derecha de Manuela me agarraba, la izquierda sostenía el cuchillo pegoteado por las peras del mediodía. A la izquierda de las dos la ruta.

Para quitar dramatismo a la cuestión Manuela propuso hacer un abecedario  de canciones. De la A a la Z buscar algún tema que cantar. Logramos por medio de ese juego distendernos pero no dispersarnos. Nos reímos y salteamos algunas canciones como Gracias a La vida, y algunas otras que parecían estar cantando nuestra despedida del mundo. No había paisaje ni dimensiones, caminábamos la negrura. Sólo sabíamos que había un piso, porque lo caminábamos. Negro adelante, negro atrás, negro el cielo, negro a la derecha y a la izquierda. Todo era negro, hasta que se vieron unos refusilos que devolvieron la idea de cielo-tierra y la de distancias. Seguimos cantando. Sin tener señal, como una cuestión de brujería, llegó un mensaje de la mamá de Manu preguntando si estábamos bien. “María Cash y la puta que te parió”, gritó Manuela. Seguimos cantando.

Los refusilos no pararon. Espaciados volvían. Nosotras estábamos llegando a la X en nuestro abecedario de canciones, buscando una canción para esa maldita letra. Tardábamos en encontrarla y creo yo que lo hacíamos adrede. Terminar el juego era darnos cuenta que seguíamos en la negrura partida por rayos blancos, solas.  

Pasó al lado nuestro una camioneta ecosport roja, un poco más adelante paró en la banquina. Manu apretó su cuchillo, para mí ya estaba todo perdido o encontrado, pero fuera de nuestras manos. Mientras la chica del Tramontina preguntaba temerosa “¿Bebi qué hacemos?” de la puerta de la camioneta abriéndose bajo un pie de mujer, que se apoyó en el piso y asomó su cara. Una señora de pasados cuarenta nos dijo “¿Van para Humahuaca?”

Subimos. Manejaba el marido de la mujer. Por un momento me pregunté por qué debía confiar en ellos. Pero ya era tarde para preguntas, como había sido tarde para soluciones prudentes cuando estábamos esperando el bondi. Nos contaron que era un problema frecuente con el colectivo de los domingos y que se habían quejado con la empresa varias veces. Me llegó un mensaje de mamá, le contesté que estaba todo hermoso. Bajamos en Humahuaca. Agradecimos sabiendo que era poco. Salimos de la camioneta y nos miramos. Hubo un instante de silencio que pareció mil instantes y mil silencios. A partir de ese momento, como la noche que descubrimos que había fiestas más sin empezar que la nuestra,  solo nos abocamos al festejo. Fuimos a comer a fuera, pedimos la comida más rica y el vino que la moza recomendó como el mejor que tenían en el lugar. Recién sentadas y con la comida pedida, con el peligro lejos, nos animamos a nombrar loa refusilos. La moza trajo un Quara malbec que desde ese momento fue nuestro vino,  el de nuestra resurrección, de nuestra pascua.

domingo, 11 de octubre de 2015

Revalorizar (introducción)

Un día mi amigo Nico trajo a casa El Joven Manos de Tijera. No voy a escribir un ensayo sobre Nico porque terminaría siendo un tratado moral internacional sobre tolerancia, cariño y lámparas con dimmer. Sólo voy a contar eso, a veces le daba por traer películas para ver en casa. Esa tarde llegué del médico después de un largo día de trabajo y cuando subí a mi cuarto ahí estaba él, pintando con mis hermanas menores, jugando a hacer casual algo minuciosamente pensado.

Tengo un defecto, entre muchos. Uno de esos que a veces falla y se convierte en virtud. Tengo algo que podemos catalogar como cualquier cosa. Soy sensible y con las películas me excedo. No es que no sea consciente de la división ficción-realidad, sino que no puedo dejar de entregarme de lleno a lo que acontece. Cuando terminó la película, no pude más que agradecer tener manos y que tengan dedos. Nico se fue y lo abracé y por varios días pensé todas las cosas que hacía gracias a estas extremidades. Tener manos fue, desde ese momento, el consuelo a cualquier altercado y entendí más que nunca el agradecimiento a la vida de Violeta Parra.

Revalorizar. Eso dijimos con una amiga. Era 28 de diciembre y estábamos en un cumpleaños. 28 de diciembre y todos manteníamos la resaca de navidad y la ansiedad de año nuevo y esa tensión rodeada de excesos de fin de año, por lo que la fiesta no terminaba de armarse. Como algo que no termina de caer y queda en suspenso, las horas, las personas, la cerveza y las canciones pasaban y la fiesta nunca llegaba. Estaba todo ahí, el vaso de vidrio con media base fuera de la mesa, pero no había rose que determinara su caída y su estallido en mil pedazos. Entonces decidimos ir al bar de la esquina. Vivimos en un pueblo. El bar de la esquina es El Bar, el único. Que si ya estaba venido a menos, en esa época del año donde todo bordea el cansancio y el exilio costero, no tenía chance de ser un mejor lugar. Estaba vacío, Sólo dos empleados en la barra hablando con un borrachín que hace años parece anclado en la misma banqueta y una pareja que estaba, sin hablar, mirando el techo. Así y todo salía música de la pistita de baile que otras veces hacía de lugar de karaoke y de a rockola instalada frente a la barra. Entramos, fuimos al baño, bailamos frente al espejo quince segundos, retocamos nuestros peinados y volvimos a la fiesta, que sólo había sumado algún borracho. Nuestra mirada sobre el lugar que seguía sin estallar fue diferente. Teníamos la certeza de que había gente más triste esa noche.

No lo llamaría cobardía sino, más bien, diría que las dos gozamos de un arrojo muy prudente. Manuela y yo nos hicimos amigas por quedarnos los veranos en Bella Vista. Suele pasar que ante el éxodo veranil, van generándose nuevos grupos de socialización conformados por los que quedan, que varían por quincena, hasta que llega fin de febrero y empiezan a reestructurarse los grupos originales. Pocas veces los que quedan siguen siendo amigos llegado marzo, pero no fue el caso. Entre altas y bajas del grupo, mientras ella contaba collaretas fruncidas y yo reclamos municipales, establecimos junto a Maca y Maru, varios códigos, labios llenos de vino y  una bella amistad. Además, pueden tildarnos de cobardes, pero quedarse en el pueblo todo el verano, eso sí es una aventura.

Reconociendo las dos nuestras personalidades esquivas a la aventura, pasado el verano, llegamos a un acuerdo. Habíamos ido a uno de los primeros casamientos de mi generación escolar en el frío extremo de julio. Durante la fiesta, como se estila, mostraron el vídeo realizado por las amigas de la novia y los amigos del novio. El vídeo consistía en preguntas sobre los recién casados contestadas por sus amigos y familia. Los amigos de él a toda pregunta contestaron “plata”, las de ella supieron ser más variadas. Dormir, comer, putear y enojarse fueron la repuesta a “¿qué le gusta?” Drogarse, emborracharse a “¿qué no haría nunca?” Comiendo durmiendo y puteando a sus hijos, fueron la respuesta a "¿Cómo la imaginás dentro de 10 años?" A la mañana siguiente, con nuestras respectivas resacas a cuestas, sellamos el pacto. Aun viendo nuestra posibilidad de matrimonio como algo lejano y casi nulo, en caso que alguna de las dos se casara y nos correspondiera ser parte del vídeo, íbamos a mentir. "¿Manu? hacía bugee jumping día por medio, encaraba a los tipos tan segura de sí que daba miedo y algunas personas le temían porque corría el rumor  de que siempre llevaba un arma en la cartera". Ese era mi discurso para su vídeo, ella tendría alguno parecido para el mío.

jueves, 8 de octubre de 2015

Lavarse las manos

Decime que vale la pena y suspendo mi cita de mañana
Que queda algo
Más allá del amor moderno
De nuestros egos
De algo
Que quede
Que espero que digas.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Mi prima del futuro

Hace unas semanas decidí ir sola a la muestra de fotoperiodismo que hace años AGRA realiza en el Palais de Glace. Normalmente cuando estoy triste, o  a punto de estarlo, sobreactivo  (Luna sagitario) La chica que vive conmigo se sumó al paseo. Un lunes,  agosto, feriado.

Después de almorzar, sin apuro tomamos el tren y de ahí el 60. Hace tres o cuatro años voy a la muestra y, normalmente me pierdo un poco antes de llegar al lugar. Bajamos antes de Las Heras y Pueyrredon. Pasamos por Plaza Francia con su típica feria. Entonces me acordé mis primeras visitas a esa parte de la ciudad.

En el año 2001 viajamos a Brasil con mi familia, primos segundos, tía, tía abuela, familia amiga. Éramos diez millones distribuidos en una casa en la que le tiramos colchones por todos lados. La casa estaba sobre la playa, llegamos de noche, empezaba una tormenta y mi tía abuela nos obligó a todos a sacarnos los pantalones por temor a que el metal de los botones y cierres  atrajera algún rayo.  Un ejército de niños y de adultos corría en bombacha y calzoncillos, a la noche, por la playa, bajo la tormenta riéndose a los gritos, llevando bolsos. Con toda la excitación pertinente  al comienzo de un verano que recién empezaba y ya tenía historia.

Ese verano cumplía 12 años y, por consejo de mi tía Maduque empecé a usar desodorante. Maduque es mi tía periodista, que para ese momento trabajaba en Cosmopolitan. Ella merece un capítulo aparte, como cada uno de los que participó de ese viaje. Cuando hay vacaciones familiares multitudinarias el mundo se divide en dos grupos: Los chicos y Los grandes. Maduque siempre supo jugar con ese límite y así fue que un día Los chicos terminamos en ronda escuchando como nos contaba la película “El proyecto blair witch”.

Mi prima Sofía Urquiza conocía la historia, no sé si por relato de otras primas nuestras o porque la había visto. Sofí tenía 14/15 años y una forma impresionante de contar con la perfecta contracción y relajación de sus ojos chinos. Si bien, conocía a mis primos segundos de inviernos en el campo,  comidas de nuestros padres donde también quedábamos unificados en colectivo Los chicos, salvo algunas excepciones me relacionaba con ellos en concepto de grupo, conformado por subgrupos familiares: Los Caillon, Los Maristany, Los Mejía, Los Urquiza. Para ellos, mis hermanos y yo éramos parte de Los Bayá. Creo que después de ese verano, no sólo empecé a usar desodorante, sino que empecé a relacionarme con Sofi más allá de nuestra pertenencia grupal.


Cuando volvimos a Buenos Aires algunos jueves,  nos llamábamos a nuestras casas y hablábamos por teléfono horas. Cada tanto, también, pegaba viaje a capital y me quedaba en “Lo de Urquiza”. Vivían en un departamento sobre la calle French, frente a un COTO. Nos encerrábamos a escuchar Pedro y Pablo, a tocar la guitarra. Vagueábamos. Íbamos a Plaza Francia a tomar mate, mirar la feria y al cantante de turno. Yo creía que éramos grandes o, mejor dicho, que Sofi me mostraba como se era cuando crecías.

También alquilábamos películas en Blockbuster y, para verlas, comprábamos golosinas en el COTO. En esa época empecé a ver películas para grandes, las que no eran especialmente dedicadas a niños. Sexto sentido, Los niños del cielo, El náufrago, Apariencias. A veces también íbamos al Village de Recoleta. Yo me entregaba al andar de Sofi que conocía las calles de una ciudad para mi imposible. Una vez más la sensación y el hecho concreto, ella abría los caminos.

Los Urquiza viajaban un montón, como hijos de padres separados a veces tenían doble vacación. Sofi tenía y tiene el don del asombro y, así como con el proyecto Blair witch, el don de la descripción sensacional. O sea de las sensaciones. Los relatos de esos viajes eran geniales, las comidas de Brasil, los Juegos en Disney. Las cosas cobraban valor a partir del relato de Sofi. Muchísimas, también,  perdían valor una vez que uno las veía. Películas malísimas cobraban encanto porque ella las contaba apenas las agarrábamos en el cable.

 Un día entre nuestras llamadas telefónicas, me contó que tenían un nuevo juego para la compu. El juego consistía en armar una casa con determinado presupuesto (aunque ella sabía saltear ese límite) y después hacer vivir a los personajes. Los personajes también los armaba uno, el sexo, el color de piel y pelo, la ropa, la edad. Después tenías que hacer que los personajes desarrollaran su vida, estudiaran, comieran, aprendieran a cocinar, mearan, se lavaran y tuvieran vida social. Sofi lo había anticipado, lo mejor del juego era hacer las casas. Al tiempo, cuando fui a su casa, una vez más el relato superaba la realidad. The Sims fue divertido como novedad, pero no pasó mucho tiempo hasta resultar un plomo.

Cuando caminaba hace unos días con mi amiga hacia el Palais de Glace, recordé esas caminatas con mi prima, en las que el mundo se abría más allá de los jardines de las casas de mis amigas de Bella Vista. Cuando empezaba a ser menos chica. Con más o menos frecuencia, con Sofi Urquiza nos seguimos viendo. Compartimos coro, vacaciones, juntadas nuestras y de primos. Creo que armamos una relación muy igual, de muchísimo cariño y hasta cierta admiración mutua. A partir de esa caminata  hubo varios días en que Sofi vino a mi recuerdo. Entonces arreglamos para vernos.


Nos encontramos en la estación de Palermo y caminamos por ahí hasta llegar a una parrilla. Hablamos de nuestras vidas, de música, de nuestros hermanos y pareceres. Sofi me contó que fue a un lugar con su novio. Un bar donde entrabas a un cuarto y tenías determinado tiempo para resolver un crimen. Ahí estaba otra vez, como un cuento de Bradbury, mi prima contando como era el futuro.

Sofi, Luisa y yo. Brasil 2001

martes, 15 de septiembre de 2015

Ganas

Te veo parado en el umbral
para escucharme
serio y amable.

Te escucho elogiar el poder de las cosas
moviendo las piernas 
como el chavo
para atrás. 

Te encuentro
queriendo decir la palabra 
el guiño.
Entonces creo que todavía,
un poco,
me seguís queriendo.

Aunque no sé si son esas cosas
o las ganas de que así sean.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Día tomado

De repente existían
el sol, la caminata, el mediodía.
El viento frío y tranquilo
El barro, el musgo entre ladrillos de vereda,
las sombras de las ramas peladas
finas, negras en el piso.

De repente, en un día laborable
existía yo.
Para caminarlas
para recordar que también lo hacía a los 19
para recordarme.
Para caminar sin más proyección que el próximo paso.

Espaciados
El sonido del tren,
del avión,
martillazos de obras,
máquinas de cortar pasto escondidas tras los cercos.

Permanentes
los pájaros.


Un paso y el siguiente.
Las vías y el ascensor.
El pasillo y el caniche del vecino
que histérico
ladra todas mis incertidumbres.








lunes, 10 de agosto de 2015

Nube

Ser la nube que pasa
que tapa el cielo
que no trae agua.


Ser la nube que engricese
para que todos los colores resalten
para que el límite no parezca tan lejos
para que nada,
y no importe.


















.

martes, 21 de julio de 2015

Enero

Enero quemaba.

Quemaba tanto
que los muertos se evaporaban en sus tumbas

que las lágrimas no caían
porque se convertían rápidamente en aire

que de ellas y el sudor,
como del mar,
sólo quedaba sal en la piel.



martes, 19 de mayo de 2015

Tres estrofas de tres

Lo que no se dice
porque no tiene sentido
ni tiene palabra.

Los caminos, distantes y paralelos
que andamos
son parte de la misma tierra.

Nuestros silencios
hablan el mismo idioma.
El rió corre. Adentro.

sábado, 9 de mayo de 2015

Mudanza

Varias cosas quedé pensando respecto a la mudanza y quizá me mueva el hecho de emprender una, pequeña, pero mudanza al fin.

Dejar, como vos decís, ensoñaciones es en algún punto convertirse en el fantasma que va a habitar esos lugares. Uno cree cuando arrulla a un niño muy niño (que no va a recordar ni el canto, ni a la persona, ni su llanto, ni el motivo) que algo de eso queda en el niño. Supongo que lo que pasa es que los niños dormidos despiertan una ternura muy grande, gigante, y uno cree que el pequeño se conmueve como uno y que, entonces, el canto lo modifica. Pero el modificado es quien canta y mira dormir. Con los lugares pasa algo parecido, uno cree que las paredes absorben lo vivido. Que los objetos en general lo hacen, como si fueran permeables y/o sensitivos. Pasa entonces, cuando uno abandona (o simplemente deja un lugar) que cree haber modificado ese espacio tanto como el espacio modificó a uno. Uno, cuando digo uno hablo de mi, pero vista desde afuera, está convencido de que queda en el lugar habitado el fantasma de lo que supo ser en él.


Por otro lado el traslado de las cosas y el de uno mismo genera cierta conciencia del ser. De lo que era cuando se entró, lo que fue mientras permaneció y la consecuencia o el devenir de esas dos cosas, de esos dos entes, que se va. Si el futuro es un montón de tiempo y espacio a ocupar, el pasado no es más que otro montón de tiempo y espacio ya ocupado. El presente es el acto de ocupar. Viendo la palabra ocupar, no como una asignación de responsabilidades, sino como el acto (imposible de eludir en vida) de apropiarse de esa medida y, en algún punto, materializarla.

Genera entonces, el acto de mudarse, de dejar un lugar para ocupar otro una retrospectiva de lo que se fue y una re-pregunta de lo que se quiere ser, pasando obligatoriamente por esa especie de limbo en la que se está. Se logran unir un montón de cosas que parecían estar aisladas, como cuando se relee un policial, uno ya sabe quién es el asesino. Uno se encuentra ante la mudanza culpable de la persona que es. ¿Qué me llevó a esta idea?
Como dije antes mi mudanza fue pequeña, y la gran diferencia de volver al lugar dejado con cierta periodicidad hace que no exista un fuerte sentimiento melancólico. Cambio mi forma de habitar el lugar anterior para expandirme en uno nuevo. Me llevé mi cama, ropa, pocas fotos, discos y libros. La modernidad hace que los discos sean pocos, hay una gran biblioteca musical guardada en esa cosa negra con teclas desde la que escribo ahora, que no me permite ver cada música que llevo. En cambio los libros ocupan mucho más el espacio, tanto como elemento decorativo anclado en una biblioteca, como algo que fue parte de un fragmento de la vida. Encontré muchos libros en mi mudanza, libros que no eran míos y tenía que devolverle a sus dueños originales, libros que eran de la casa (de mis padres mejor dicho) y que no podía llevarlos tampoco y libros que eran míos y no sabría decir cómo llegaron a mis manos. Entiendo las llegadas de Casas y de Fogwill, porque fueron una elección reciente, pero había olvidado que Pessoa fue un regalo de Sol. La dedicatoria ultra amorosa del libro de Clarice Lispector, de mi tío Pedro, recordó también ese cumpleaños cuando todavía no sabía todo lo que podía guardar la palabra Saudade. Así me sorprendió el recuerdo escolar con Boquitas pintadas y ciertos fracasos con libros que pasaron sin pena ni gloria pero recordaba haberlos llevado más de una vez en la mochila. La mayor sorpresa y la que tiene que ver con mi relato fue el libro de poemas de Baldomero Fernández Moreno.

“Para mi hijita María Mercedes, de papá que la quiere mucho. Feliz navidad 1999”. Me acuerdo que esa navidad papá y mamá compraron muchos libros y fueron decidiendo a cuál de sus ahijados podía corresponderle cada uno. Escribieron la dedicatoria sentados en la mesa del comedor, como si fuesen autores firmando autógrafos. El de Fernández Moreno quedó último, sin destino. Papá leyó un poema “Setenta balcones y ninguna flor” yo le pedí que me lo regalara. Entonces como los autores sentados en la mesa editorial, sin preguntar mi nombre porque ya lo sabía (tanto que presumió poner mi nombre real y no mi apodo “Bebi”) me escribió esa tierna dedicatoria y me dio el que sería mi primer libro de poesía.

En 1999 yo tenía diez años, en dos meses cumpliría once. Claramente ya había demostrado interés por el género porque esa misma navidad a los hijos, a algunos, también nos tocaron libros de regalo y los míos fueron una excelente antología poética infantil que seguí consultando hasta hace un mes que se lo regalé a mi sobrina y un estudio sobre poesía infantil realizado por Elsa Bornemann, ese me lo traje para estudiar ahora, poco entendía de estructuras literarias y fraseos a esa edad. Si me preguntaran en qué momento empecé a escribir, hubiese dicho que a los catorce años un verano en Lucila que me compré un cuaderno rojo, al que con Tere e Ine Raspeño le pegábamos las etiquetas que estaban atrás de los desodorantes (cosmético que habíamos empezado a usar uno o dos veranos atrás). No recuerdo mis diez años, sí me gustaba leer, pero no era una niña genio lectora. Tampoco lo soy ahora. Sin embargo algo ya inquietaba y mis padres supieron verlo. Si me hubiesen reglado otra cosa esa navidad, el interés se hubiese manifestado al pedirle a papá que me regalara el libro de Fernández Moreno.

Ahí está la retrospectiva de la mudanza. Yo no sabía que mucho antes de lo que pude percibir, mi tiempo y mi espacio era ocupado (por decisión propia) en la poesía. Tampoco en ese momento planeaba seguir haciéndolo, tanto como lectora como aspirante a poeta quince años después. Y acá estoy y, por  más que navidades enteras me regalaron blocks de hojas enormes, lápices y acuarelas, la forma en que decido contar la secuencia de la mudanza es la escritura. Encuentro el cuaderno y pienso que fue estúpido creer en la posibilidad de estudiar historia o artes, y angustiarme por eso, entonces me doy cuenta que esto que traslado ahora no es más que el devenir de un habitar el tiempo y el espacio, del que no me arrepiento y del que puedo agarrarme para decidir como seguir haciéndolo. Me encuentro entonces, en este policial, con el cuchillo ensangrentado en mis manos.


oriniginal para Unoytres 06/2014

domingo, 26 de abril de 2015

Vaticinio

No voy a salir corriendo
despacio, sin hacer ruido.
Lento, muy lento
daré pasos para atrás
imperceptibles es su individualidad

De la misma manera que veníamos entrando
lánguidamente 
voy a frenar
y hacer que mis piernas
vayan para el otro lado.

Va ir llegando más gente
y ocupará el espacio
y tu atención.
Desde el umbral de la puerta
voy a mirarte,
a salir.

Me vas a ver pasar por la ventana
pero va a haber pasado tanto tiempo
y mi partida va a ser tan
amable, silenciosa y pausada,
que cuando me veas ir
si me quisieras llamar
no recordarás  mi nombre.

domingo, 19 de abril de 2015

Vigiliar


No vigilo un sueño
porque no puedo entrar en las sienes de nadie.
Porque los sueños 
no merecen, ni quieren vigilancia
porque respeto 
ese mundo,
porque no lo entendería.

Vigilo para cuidar tu dormir,
 tu descanso.
Para mirarte detalladamente
sin que te des cuenta.

Te acuno
acaricio y
arrullo.

Para ver tu cara sin tensiones,
para mirarte
sin necesidad de entender nada,

No canto para que duermas
canto para arrullarme,
para decir lo que no tiene palabras
para buscar otra forma de abrazo.

martes, 14 de abril de 2015

El cuerpo solo

Existe una soledad insalvable
la que los amigos no rescatan
las ocupaciones no evaden
la que no se termina.

La soledad de estar solo
sin el alma.
La única certeza es el cuerpo
solo
en un mundo
invadido de cosas
solas.

No hay vocación
no hay sentimiento
no hay amor
no hay letras.

Como una ola
se expande
nos sala
y se va.

sábado, 4 de abril de 2015

Dos agujas

La nada reposa hasta convertirse en lo que es.
En herencia
en tardes al sol y mandarinas
en hojas cuadriculadas pintadas con fibras de colores.
En todos los tratados filosóficos
encerrados en un solo movimiento.

Mi dedo garra lastimado
por el rose de la lana.
El gato oliendo el ovillo.
Todas las actividades postergadas
hasta terminar esta fila
o una más
o dos,
o tres.

La nada que crea
cada fila
en interacción
con la anterior y la siguiente
como cada verso
en este poema.

jueves, 2 de abril de 2015

Así
distantes,
así
estemos
que estamos bien.

Es de noche
caen las primeras hojas
y se escuchan los grillos.

Tenemos la ventaja de la ausencia
la melancolía de un recuerdo,
de septiembre florecido
del jacarandá estallado.
Del tiempo que fue como dar amor
hasta salir corriendo buscando un golpe.

Así distantes,
así en silencio,
así ausentes,
así fantasmas y solos
estoy bien.

martes, 24 de marzo de 2015

Pendientes rojos


Los vasos rotos en el piso.
Nosotros descalzos
¿cómo bajar la escalera sin lastimarnos?
¿cómo volver  a la planta baja?
No había definición que nos salvara
Después seguían más dudas

Primero dudamos qué hacer con los vasos
Pero cuando la vida decidió por nosotros
Dudamos qué hacer con nuestros pies
Con la escalera
Con la planta baja.

Seguimos en suspenso
Quizá porque de eso se trate la vida
Quizá porque lo único determinante
Sea la muerte.



viernes, 20 de marzo de 2015

Fui una oveja

Tuve un oso.
De columnas kilométricas,
de ojos chinos
y labios gruesos.

Fui una oveja,
de esas que cuentan para dormirse los desvelados,
las que se cuidan de los lobos
y se pierden en el monte.

El oso decidió irse,
no salí a buscarlo.
Movió cada una de sus vertebras incontables
me dio un beso en la frente
y se fue.

Ya fui una oveja,
La de los insomnes,
que impacientes,
sólo cuentan hasta uno.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Todo contrasta

Camino. El cielo es gris, la calle es gris, la plaza no. El cielo tiene ese color que hace resaltar todo lo que se interpone entre nosotros.  Las copas de los árboles, los carteles, las cotorras, las flores de las copas, los edificios. Todo contrasta mientras el viento lo golpea.

Estoy tan enojada que cuando cruzo la plaza creo que son mi paso y mi enojo los que remueven la hojas, levantan el viento y obligan a las madres a sacar a los chicos del sube y baja. Cruzo en diagonal, el paso firme y las manos abiertas. Pienso que el cielo puede caerse a pedazos, el viento tirar miles de árboles, la lluvia inundar las casas, el asfalto abrirse hasta mostrar la tierra, el agua y el magma.

 Deseo que todo eso suceda porque creo que, como si nada, podría seguir caminando con la misma firmeza. Pero el cielo gris no muestra rajadura, ni el viento mueve más que hojas y tierra, ni las gotas que caen llegan a mojar mi camisa. Del magma ni noticia y mi paso puede flaquear con solo apoyar un poco de más la plataforma del zapato. Encarno y  reconozco que cumplir cualquiera de mis deseos me perjudicaría. Entonces solo espero que llueva, así poder disimular el momento en que la bronca se transforme en llanto. Aprieto los labios. Quiero llegar a casa.

domingo, 8 de febrero de 2015

Así mi corazón te añorará


Hace unos días (23 de enero) recordábamos la fecha en que nació Luis Alberto Spinetta, dentro de otros pocos se cumplirá la de su muerte (8 de febrero). A mi me sigue sorprendiendo es su existencia.

No pienso analizar la vida del músico, porque no estoy a la altura de las circunstancias. Tampoco voy a entrar en una competencia de fanatismos porque estoy segura que la pierdo. Pero sí pienso hacer un pequeño repaso de situaciones que vinieron a mi cabeza y que aparecen bastante seguido.

Recuerdo el día de su muerte, y creo que los de mi generación lo vamos a recordar toda la vida. Creo que vamos a contar una y otra vez dónde estábamos, con quien, cómo impactó la noticia y cuál fue nuestra primera reacción. Lo vamos a contar siendo viejos y tal vez, como la muerte de Gardel en la novela de María Elena Walsh, nos ocupemos de dejar inmortalizado ese momento en las letras. Tal vez vieja, le cuente a mis nietos y sobrinos nietos cuando llamé a mi hermano:

“-Che ¿sabés una cosa?
-¿Qué?
- Se murió Spinetta.
-Mentira.
-De verdad, boludo.
-Mentira ¿Dónde lo viste?
-Lo están diciendo en TN.
-TN miente, Bebi”.

No recuerdo como siguió la conversación con el incrédulo, supongo que contuve las lágrimas y le dije “después hablamos”. Esta vez el canal de noticias no mentía, Spinetta se había muerto y mi amigo Tomás se quejaba porque los clientes del kiosko habían expresado pena por la muerte de Romina Yan, pero del músico no decían nada. “Primero Fowgill, ahora El Flaco”, lamentaba el kiosquero. Yo, que había ido a visitarlo porque el duelo de fotos y canciones que se había instaurado en facebook no calmaba mi sentimiento de orfandad, sentía algo parecido. Sólo quedaba el polémicamente recuperado Charly, en ese estado que causaba algo de tristeza,  estaba y uno no quería perderlo. También Fito, pero él es de este planeta.

Recuerdo que el papá de una amiga nos llevó a ver Spinetta al Colón, año 2004 o 2005. El señorito y su guitarra solos en el escenario se veían como una línea  recta y corta con un pequeño desvío. Unos chicos altos, de más o menos 20 años y remeras rayadas, presumían hablando del estilo arquitectónico del teatro. Por  cómo lo hacían, parecía que habían tirado un listado sin razón de nombres y edades históricas que recordaban. Podrían haber dicho “Es un Gaudí mesopotámico”, total sonaba súper spinetteana la frase. Recuerdo que cuando terminó un tema alguien gritó “Durazno, Flaco” y Luis contestó “Cuando tocaba Durazno me pedían temas de Almendra. Estoy presentando esto, escuchalo porque me lo vas a pedir cuando presente otra cosa”.  Admito que era de las que iba esperando escuchar “Durazno”, también admito que la mejor canción de ese concierto fue “Las cosas tienen movimiento” en una versión que ni su propio autor (Páez) pudo imaginar mejor.
                                                                                                                                   

Llegó el concierto de las bandas eternas.  Yo no podía creer estar viendo Pescado Rabioso en vivo, era algo que había asumido imposible y ahí estaba. Era consciente de que no había retroceso en el tiempo, ni ellos eran los mismo, ni el público tan virgen.  El recital fue eterno y él rebalsaba de simpatía. “Querían ver Rock, hubiesen ido a ver AC/DC” o “Después seguimos todos en casa” eran los chistes que tiraba medio superado. Al principio del recital, alguien gritó “¡No te mueras nunca!” y, con su característica entonación, la respuesta fue algo así como “Bueno, pero vos tampoco así te das cuenta”. El canal de noticias no mintió Spinetta estaba muerto, tal vez el tipo que gritó esa noche en Vélez también esté muerto. No sé, de ese en TN no dijeron nada.


miércoles, 4 de febrero de 2015

Ámbar

Pasan los octubres y los febreros,
vuelve la misma pregunta
sobre qué me traes,
qué me ata,
qué me atrajo.

Si tú,  llanto vuelto furia
Si la furia devenida en canto
o el canto que abrió en tu cabeza un pájaro.

Si tu lado triste
si el desamor instalado
si el estruendo del grito
ante lo injusto anclado.


Pasan los febreros y los octubres,
las flores y los desgajos
y yo mirando el cielo
intento descifrar tu legado.

jueves, 1 de enero de 2015

Último sol


Cae el último sol del año sobre el balcón de Paunero.
La vecina del 6to no apagó su aire acondicionado
la esquina derecha del balcón contiene y derrama sus gotas.

Se va el último sol del año sobre Paunero
Sobre el mirador desde el cual planeo,  acciono y construyo mis días.
Pareciera imposible no melancolizar la horizontalidad, la altura de las nubes, el agua de la vecina.

El sol dibuja, una vez más, la esquina del living. 
Con sombras de sillas, manteles y sábanas. La entrada.
El último sol del año cae sobre Paunero
y mientras los hace, saluda “hasta mañana”